Juan José Vega
La mayor parte de los libertadores del Perú murió en circunstancias penosas y aun trágicas, de mala muerte.
No aludimos a quienes cayeron altivamente en el campo de batalla, cumpliendo su destino; nos referimos, claro está, a los que parecieron después, doblegados por la perfidia, la ingratitud y hasta el crimen.
Muchas biografías nos conduelen. El temerario Necochano,, prócer herido en Junín, jefe de toda la caballería patriota, fue arrinconando, sujeto a miseria y vejaciones en la República y terminó cruzando a balazos por unos bandoleros negros en Miraflores, años más tarde. Guisse, el Almirante, acabó destrozado por un cañonazo en guerra fratricida, apenas consagrada la libertad de América. Morán, el de la marcha famosa, loado por el exigente Jorge Basadre, fue masacrado por el populacho. Monteagudo apareció misteriosamente asesinado por un esclavo negro. El valiente Camacaro murió de un lanzazo en guerra fratricida y su vencedor, Nieto –quizá el más noble hombre de armas que dio el Perú-, talvez envenenado. José Antonio Alvarado, el de la Campaña de Intermedios, terminó sus días postergado y en el olvido. Santa Cruz, el vencedor de Pichincha, ganador de una decena de batallas, fue exiliado y repudiado hasta en su propia patria. Bruix, el joven general francés que peleó por nuestra independencia, desapareció de la escena
misteriosamente. Andrés Rázuri, que con su iniciativa quizá decidió la victoria de Junín, vivió relegado hasta la ancianidad. Plaza, concluyó balaceado en una rebelión chalaca.
La lista es larga; tal vez el caso peruano más doloroso sea el de nuestro mariscal José Toribio de Luzuriaga –héroe de Buenos Aires contra los ingleses, héroe de Chile y de Bolivia y luego estrechísimo colaborador de San Martín- finó en la miseria, tras vender sus últimas medallas, se metió un tiro. Y cuando se escriba la historia del final de los intrépidos jefes de montoneras, más lamentable aparecerá el destino que sufrieron éstos próceres de la patria. Se verá desde un fraile y coronel, Bruno Terreros, ahogándose en el Mantaro por llevar los últimos sacramentos a un moribundo, hasta fusilados, ahorcados y desaparecidos.
En el campo de Ayacucho se citaron muchos de los mejores soldados de América. Quizás a ellos golpeó más duro la fatalidad, Sucre, el gran vencedor, acabó asesinado en su propia patria, a raíz de querellas intestinas, después de ser depuesto En Bolivia y sufrir otras desgracias. Córdova, el de la famosa carga “a paso de vencedores”, cayó partido a sablazos a causa de pugnas internas de su nación. La Mar, el jefe que sostuvo lo más recio del encuentro, acabó traicionado, derrocado de la presidencia del Perú y luego exiliado, muriendo poco después en la miseria y muy apesadumbrado. Gamarra, jefe de estado mayor, fue asesinado por la espalda en plena batalla fratricida de Ingavi, tras una turbia existencia. Medina, el que conducía el parte de la victoria de Junín a Bolívar, no llegó a Lima porque cayó victimado por indios realistas en Huanta. Miller, el de las 23 cicatrices ganadas un por una en las guerras peruanas libertarias, fue destituido, declarado enemigo
del Perú y exiliado. Y al retomar poco antes de morir, se le regatearon sus lauros y sus sueldos.
El silencio en la posteridad ha constituido otra forma de eliminar a los héroes: se los mató dos veces. Así, al coronel Marcelino Carreño, el peruano de mayor graduación que cayó en la batalla de Ayacucho, nadie lo recuerda; su nombre ni figura en los bronces conmemorativos de La Quinua; y se trata de un heroico montonero, admirado por Bolívar, que por años enteros había luchado bravamente. Igualmente, otro valiente montonero, Huavique, murió en duelo con Sarry. Ninavilca, de bandolero..
La historia oficial también ha condenado al silencio a Vidal, no obstante haber sido “el primer soldado del Perú”, según la opinión de sus contemporáneos. Peleó ininterrumpidamente por la causa libertaria en tierra y en mar, fue jefe de montoneros y de tropas, se jugó la vida cien veces, pero nadie lo recuerda pese a que llegó hasta Presidente en la época de la anarquía. ¿Por qué? Lo ignoramos. Pero no se estimula ni la virtud ni el patriotismo en las actuales generaciones.
Otros peruano en cambio hay que jamás pelearon y que terminaron entregándose a los españoles: la historia tradicional los exalta todavía en palacios, instituciones, plazas y avenidas.
No podríamos terminar sin un homenaje a los más preclaros libertadores. La fatalidad se enseñó con ellos. San Martín –con toda su gloria o por culpa de ella- sufrió desdén en su propia patria y luego vilipendio; habría de morir en el abandono casi total, en el ostracismo.
En cuanto a Bolívar, acabó con tesis y apasionados compatriotas intentaron asesinarlo en más de una ocasión. “Para que viva La Libertad hay que matar al Libertador”, proclamaban. Moriría en confinamiento forzoso. Había nacido dueño de una inmensa fortuna pero no se halló una camisa decorosa para sepultarlo.
Por cierto que no todos los libertadores tuvieron destino trágico; excepciones hubo. Pero, pensamos que nuestras conmemoraciones patrias no sólo deben ser motivo de desfiles, y jolgorio; también deben ser de reflexión en las promesas incumplidas, en la liberación incompleta de nuestra patria y en el modo como la oligarquía colonial, filtrándose a la República, torció el sino de la historia peruana y acentuó la servidumbre interior y la dependencia externa.
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